Juanito era un niño que llegó a este pueblo, situado en la costa
mediterránea, cuando en los tiempos de la postguerra sus familiares emigraron
hacia el norte por necesidad de trabajo y alimentos.
Desde muy pequeño sus facultades de niño travieso quedaron plasmadas en los recuerdos de todos los aldeanos, ni que decir tiene que nada bueno.
Los días pasaban y su temprana edad no fue excusa para las animaladas que llegó a hacer en el pueblo; algunos hasta celebraron con fiestas y borracheras el día que, ya mozalbete, se fue a la ciudad.
Todo empezó un verano; su madre, mujer trabajadora y muy respetada, servía en casa de unos señores de alto copete, él pasó desapercibido casi un año, pero cumplió los diez y la biografía de "un golfo" empezó a escribirse; en este tiempo hizo amigos con los cuales tramaría todas sus fechorías llevándolas a cabo hasta límites insospechados, travesuras de niños claro ¡¡¡.
Mientras su madre ejercía su trabajo en casa de los señores y ante la imposibilidad de cuidar de él, se lo encomendó al párroco de este pueblo con el fin de tenerlo un poco controlado; a regañadientes ayudaba de monaguillo en la iglesia, celebraciones de la misa, bautizos, comuniones y demás sacramentos, sus funciones terminaban hacia el mediodía, al caer la tarde se reunía con sus amigos para jugar y tramar miles de aventuras que llenaban las horas de aquellos muchachos hasta que, a grito pelao, los reclamaban sus madres para la cena.
Un buen día, después de una misa, andaba revisando los bancos de la iglesia, como siempre, por si alguna persona se había olvidado algo, cuando en uno de ellos vio un monedero viejo y medio destartalado; la orden dada por el párroco era que todo lo que se encontrase se lo llevase a la sacristía y lo dejase encima de una mesa que había en la estancia; Juanito, sin pensarlo dos veces, recoge el raído monedero y hace caso a lo ordenado dejándolo en la mesa; cada día la misma historia y casi cada día alguien se olvidaba alguna cosa.
A medida que el tiempo pasa a Juanito le va royendo la curiosidad sobre donde iban a parar todas aquellas cosas que él encontraba en los bancos de la iglesia, ansioso por una respuesta se encamina hacia la sacristía y al ver al párroco le pregunta sobre el tema, este le replica que todo aquello se va guardando hasta que sus dueños lo reclaman, pero una duda cruzó rauda y veloz por la mente de Juanito... “Y si no los reclama nadie???”.
La duda corroía al monaguillo hasta que un buen día y en un despiste del seglar, se dedicó a chafardear todos los armarios de la habitación. Sus ojos se abrieron de admiración, había encontrado uno de ellos repleto de monederos y multitud de cosas olvidadas por los asistentes a la celebración; después de repasarlos, uno a uno, vio con estupor que en muchos de ellos habían algunos billetes y muchas monedas; sin pensarlo dos veces cogió de uno de ellos un billete, cerró el armario y salió de estampida hacia la calle.
Con su tesoro, un billete de veinticinco pesetas, parecía el rey del mundo, un magnate del petróleo; la picardía de Juanito se puso en marcha y sin titubear se encamina hacia el comercio más cercano... “Mi mamá me ha dicho que si pueden cambiarme este billete por monedas”, el comerciante ante la cara risueña y angelical de Juanito no duda un momento y le da al zagal cinco monedas de “duro” y un caramelo de regalo.
Juanito más inflado que un sapo sale a la calle con sus cinco monedas y con toda la intención de pasárselo en grande comprando todo lo que se le antojaba, una baldufa, unos tebeos, dos paquetes de pipas y cromos; dados los tiempos que andaban los cinco duros tenían un valor mucho mayor que nuestro billete actual de diez euros. Después de comprar sus regalos todavía le quedaban tres monedas, recorre el pueblo hasta encontrar a sus amigos y se funde lo que quedaba tomando refrescos con ellos. Acaba el día.
Viendo que su fechoría había quedado impune, Juanito se dedica a “pedir prestado” un billetito cada dos o tres días, acabando como “jefe” del comando de chavales de este pueblo.
Desde muy pequeño sus facultades de niño travieso quedaron plasmadas en los recuerdos de todos los aldeanos, ni que decir tiene que nada bueno.
Los días pasaban y su temprana edad no fue excusa para las animaladas que llegó a hacer en el pueblo; algunos hasta celebraron con fiestas y borracheras el día que, ya mozalbete, se fue a la ciudad.
Todo empezó un verano; su madre, mujer trabajadora y muy respetada, servía en casa de unos señores de alto copete, él pasó desapercibido casi un año, pero cumplió los diez y la biografía de "un golfo" empezó a escribirse; en este tiempo hizo amigos con los cuales tramaría todas sus fechorías llevándolas a cabo hasta límites insospechados, travesuras de niños claro ¡¡¡.
Mientras su madre ejercía su trabajo en casa de los señores y ante la imposibilidad de cuidar de él, se lo encomendó al párroco de este pueblo con el fin de tenerlo un poco controlado; a regañadientes ayudaba de monaguillo en la iglesia, celebraciones de la misa, bautizos, comuniones y demás sacramentos, sus funciones terminaban hacia el mediodía, al caer la tarde se reunía con sus amigos para jugar y tramar miles de aventuras que llenaban las horas de aquellos muchachos hasta que, a grito pelao, los reclamaban sus madres para la cena.
Un buen día, después de una misa, andaba revisando los bancos de la iglesia, como siempre, por si alguna persona se había olvidado algo, cuando en uno de ellos vio un monedero viejo y medio destartalado; la orden dada por el párroco era que todo lo que se encontrase se lo llevase a la sacristía y lo dejase encima de una mesa que había en la estancia; Juanito, sin pensarlo dos veces, recoge el raído monedero y hace caso a lo ordenado dejándolo en la mesa; cada día la misma historia y casi cada día alguien se olvidaba alguna cosa.
A medida que el tiempo pasa a Juanito le va royendo la curiosidad sobre donde iban a parar todas aquellas cosas que él encontraba en los bancos de la iglesia, ansioso por una respuesta se encamina hacia la sacristía y al ver al párroco le pregunta sobre el tema, este le replica que todo aquello se va guardando hasta que sus dueños lo reclaman, pero una duda cruzó rauda y veloz por la mente de Juanito... “Y si no los reclama nadie???”.
La duda corroía al monaguillo hasta que un buen día y en un despiste del seglar, se dedicó a chafardear todos los armarios de la habitación. Sus ojos se abrieron de admiración, había encontrado uno de ellos repleto de monederos y multitud de cosas olvidadas por los asistentes a la celebración; después de repasarlos, uno a uno, vio con estupor que en muchos de ellos habían algunos billetes y muchas monedas; sin pensarlo dos veces cogió de uno de ellos un billete, cerró el armario y salió de estampida hacia la calle.
Con su tesoro, un billete de veinticinco pesetas, parecía el rey del mundo, un magnate del petróleo; la picardía de Juanito se puso en marcha y sin titubear se encamina hacia el comercio más cercano... “Mi mamá me ha dicho que si pueden cambiarme este billete por monedas”, el comerciante ante la cara risueña y angelical de Juanito no duda un momento y le da al zagal cinco monedas de “duro” y un caramelo de regalo.
Juanito más inflado que un sapo sale a la calle con sus cinco monedas y con toda la intención de pasárselo en grande comprando todo lo que se le antojaba, una baldufa, unos tebeos, dos paquetes de pipas y cromos; dados los tiempos que andaban los cinco duros tenían un valor mucho mayor que nuestro billete actual de diez euros. Después de comprar sus regalos todavía le quedaban tres monedas, recorre el pueblo hasta encontrar a sus amigos y se funde lo que quedaba tomando refrescos con ellos. Acaba el día.
Viendo que su fechoría había quedado impune, Juanito se dedica a “pedir prestado” un billetito cada dos o tres días, acabando como “jefe” del comando de chavales de este pueblo.
Más tarde y en el claro de un pinar cercano al pueblo, la pandilla reunida hacía recuento de sus pequeños hurtos pasando al reparto del botín. Juanito abre un paquete de tabaco y enciende un cigarrillo; un ahogo descomunal, una tos de perro hace que apague bruscamente el pitillo e intente por todos los medios coger el aire que aquella humareda le había negado. Su curiosidad sigue en aumento y a la vez que ofrece unos cigarrillos a los demás, toma otro entre sus minúsculos dedos y lo enciende; esta vez aguanta la tos y termina fumándoselo entero, no sin notarse algo extraño y sudoroso.
Juanito se despide de sus amigos y encamina sus pasos hacia el centro del pueblo, por el camino de vuelta sigue encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior hasta casi acabar con el paquete; dando traspiés y sin saber bien lo que le está ocurriendo cae sentado en un callejón peatonal quedando profundamente dormido; su primera “cogorza” ha hecho mella en su pequeño cuerpo.
Despierta casi de noche sin saber bien ni donde estaba ni lo que había ocurrido; sobresaltado sale pitando hacia donde se hospedaba su madre pensando en la paliza que se le avecinaba; no eran horas de que Juanito estuviese en la calle y sobre todo sabiendo que ella lo habría estado llamando hacía horas sin recibir contestación. Así pasó, con el culo más colorao que un tomate y sin cenar, el gañan termina su hazaña en la cama del hostal.